Perú rural: el mundo del futuro

En las ciudades, nuestros mercados suelen estar surtidos con todo tipo de frutas, verduras y hortalizas, algunas incluso fuera de estación. Vivimos habituados a esa pluralidad y ese nivel de abastecimiento. Y por costumbre, perdemos de vista su origen, de dónde viene, quiénes llenan nuestras mesas. El 70 % de lo que comemos proviene del campo peruano, pero no es la única razón para interesarnos por el mundo rural. En realidad, una parte sustantiva de los motores de desarrollo del país o los insumos que sirven a esos motores forman parte de este medio, desde la agroexportación y la minería hasta el turismo y la gastronomía.

Lo paradójico es que, a pesar de ser indispensable, las condiciones de vida siguen siendo muy exigentes en el mundo rural. Casi la mitad de esta población vive en pobreza o pobreza extrema1, el acceso a servicios básicos de calidad es limitado y la infraestructura, todavía insuficiente. Todos estos son síntomas de una realidad bastante grave: la distancia considerable entre el desarrollo del mundo urbano y el rural. A este problema se le suma uno más: nuestra miopía al abordar el mundo rural y sus carencias, bajo una óptica tradicional que no llega a comprender ni a tomar en cuenta la multiplicidad de sus particularidades. La consecuencia es un abismo con el entorno urbano, una fractura que termina manifestándose en el alto nivel de tensión social que existe en el país.

Es evidente que el Estado debe invertir más en el mundo rural. Pero antes de buscar soluciones para las urgencias de este, debemos comprender quiénes somos, cómo vivimos, qué necesitamos y por qué es tan importante el mundo rural para el futuro del Perú. Pensar distinto. Empezar a interpretar el desafío de un desarrollo sostenible no solo desde su complejidad, sino también desde su potencial. Implica estudiar el modo de vida de la gente, la geografía y las condiciones de los centros poblados antes de crear una estrategia social, económica o de infraestructura y adaptar el Estado, la propuesta de desarrollo a él, y no al revés. Es el momento de mirar al campo, pero, sobre todo, de aprender a mirarlo.

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La relevancia del mundo rural y sus brechas

Por su ubicación y estructura geográfica, en el Perú existen 84 microclimas distintos. En el mundo, en total, llegan a ser 114. Esta diversidad se hace evidente en nuestra capacidad agricultora: no solo producimos una cantidad tremenda de alimentos, sino una muy variada. Cultivamos en suelos diferentes, con climas diversos, en regiones montañosas, tropicales o desérticas. En campos cercanos, algunos un poco alejados y otros a cientos de kilómetros en el desierto costero o a más de 3000 metros sobre el nivel del mar. En tierras que pertenecen a aproximadamente dos millones de agricultores, la mayoría productores en pequeña escala.

Además de proveer nuestra seguridad alimentaria, la riqueza y particularidad de los suelos hacen posible el agro y la agroexportación, que no solo representa el 6 % del PBI nacional2, sino que emplea al 24 % de la población económicamente activa (PEA)3. El grueso de las minas, que aportan un contundente 10 % del PBI4, también se encuentra en zonas rurales. Y mientras la energía de los ríos pone en marcha las hidroeléctricas, el mar, que también pertenece a la ruralidad, nos abastece de recursos pesqueros, algas y petróleo. Pero eso no es todo. La tendencia se repite si pensamos en nuevos sectores de crecimiento, desde la impresionante diversidad ambiental y cultural para el turismo, hasta la vital capacidad de los bosques para absorber el dióxido de carbono y el conocimiento de siglos de los pueblos amazónicos en materia de protección de la flora y fauna.

Si analizamos la situación por variables, las brechas entre el mundo rural y urbano han disminuido significativamente. En 2005, 8 de cada 10 personas rurales eran pobres. Antes de la pandemia, la cifra se había reducido a la mitad5. La tendencia, en mayor o menor medida, se repite en otros indicadores. Ahora mismo, más del 92 % de la población cuenta con electricidad6, mientras el porcentaje de viviendas con acceso a una red pública de agua, que bordea el 76 %, aumenta un punto por año7. La anemia, aunque con una incidencia todavía alarmante, ha disminuido un 13 % en las últimas dos décadas8.

Los números demuestran un paso sustantivo, pero no confirman una transformación en la vida de las personas. Estudiarlos por separado puede dar lugar a una lectura engañosa. Los avances son parciales, fragmentados. Lo cierto es que no podemos hablar de una reducción real de la brecha de desarrollo ni salida de la pobreza, cuando apenas el 29 % de la población rural ha conseguido terminar la educación secundaria9, solo un 24 % tiene acceso a internet fijo o móvil10, y los departamentos con menor presencia de médicos en contraste con el promedio nacional son, principalmente, rurales: Huánuco, Cajamarca, Loreto y San Martín11. Mucho menos si los grupos con ascendencia indígena están sobre representados en la población rural en condición de pobreza. Una realidad que se repite en el caso de personas sin secundaria completa12. Por cada brecha que se ha cerrado, aún quedan varias por trabajarse.

Precisamente por eso, para hablar de desarrollo rural y comprender la magnitud del desafío, es preciso mirar el panorama completo. Y, a la par, dejar de lado parámetros que pueden ser lógicos dentro de la urbanidad, pero que pierden sentido conforme nos acercamos al campo.

Las realidades del mundo rural

La ruralidad peruana es mucho más extensa de lo que parece. De acuerdo al último censo (2017), de toda la población peruana, el 21 % es rural. La cifra, a pesar de no ser pequeña, es imprecisa. Para el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), una persona es definida como rural si vive en un caserío de hasta 400 viviendas, es decir, dentro de una población de 2000 habitantes aproximadamente. En Lince, el distrito más pequeño de Lima metropolitana, viven casi 60 000 personas, 30 veces más. Esta manera de categorizar no solo prioriza un solo indicador, la densidad poblacional, y lo reduce al extremo, sino que no pondera lo que significa realmente la ruralidad, cuál es su esencia y qué elementos la componen.

Una variable distinta, más certera, para abordar un cálculo es la funcionalidad de un territorio, cuáles son sus principales motores productivos y si estos forman parte de lo que consideramos rural. Actividades como la agricultura, ganadería, minería o el cuidado de bosques, por ejemplo. Si adoptáramos este indicador y subiéramos la valla de 2000 habitantes a 20 000, la cifra en el Perú se duplicaría. Y aún así podría no ser la definitiva. Otros países de la región reconocen a poblaciones de 300 000 habitantes como rurales, precisamente por la dinámica económica de esos lugares13.

Este error de aproximación no es aislado, sino una muestra más de nuestra profunda distancia y desconocimiento del mundo rural y sus dinámicas. Para empezar a acortarla, primero debemos desaprender lo urbano. El campo y los bosques se guían por sus propios parámetros. La estacionalidad del clima y los ciclos de la tierra organizan la vida de la gente: determinan los meses de producción en las chacras y las temporadas en que es preciso viajar a los distritos o ciudades cercanas para trabajar en empleos temporales hasta la época de cosecha; definen las necesidades de mano de obra y con ello las dinámicas laborales, de estudios, de movilidad de las familias rurales. Esa estacionalidad cambia de región en región, por terruños y por el tipo de cultivo.

Nuestros microclimas, la diversidad de los suelos y de lo que producimos, descartan las soluciones universales que, usualmente, son efectivas en las ciudades. En el medio rural, lo que funciona en un lado, difícilmente funcionará en otro. Esta heterogeneidad no solo es intrínseca a las actividades productivas, sino a la esfera social y cultural. Las familias rurales se han adaptado a ellas, transitan entre lo urbano y lo rural, tienen doble residencia y patrones de relación con familia y comunidad en modo extendido.

A veces pensamos en lo rural como una unidad, cuando son cientos de ruralidades. En mi propia experiencia, una lección de esto último ha sido la expansión de Haku Wiñay. Un programa del Fondo de Cooperación para el Desarrollo Social (Foncodes) hacia la Amazonía. En la sierra fue un éxito. Se impulsó la crianza de animales y la creación de huertos familiares. Los resultados dan cuenta de una importante transformación en la vida de las personas, desde la calidad de su alimentación hasta un aumento en sus ingresos. Sin embargo, en la selva empezó siendo poco útil. Se esperó que las comunidades mantuvieran huertos, cuando viven de la recolección de frutas. Tampoco crían aves, ni tienen corrales, porque son cazadores. El error era nuestro, entendimos que debíamos pensar distinto. Costó años. Finalmente, quedó claro que había que cambiar, pasar de corrales a herramientas para la pesca, reconociendo a su vez la profunda relación de las comunidades amazónicas con el río y la naturaleza, para agregar la preservación de especies al programa.

Aprender a mirar el todo

La tarea, además de compleja, requiere de mayor esfuerzo y presupuesto. Para resolver los problemas de los ciudadanos rurales, para cubrir sus servicios mínimos, el Estado debe invertir más dinero que para otros grupos poblacionales. Ese es un dato de la realidad, una variable más. Pero no un argumento para seguir postergando una deuda de 200 años. Implica reconocer que cada poblador rural es un ciudadano peruano con los mismos derechos que cualquier poblador urbano. Implica construir caminos y conservarlos, aunque sean relativamente poco transitados; implementar postas médicas en distritos de menos de 1000 habitantes; garantizar el acceso a la secundaria en caseríos donde viven menos de 10 alumnos.

La discusión no es invertir en las zonas rurales, sino cómo hacerlo. Cuando hablamos de servicio de agua potable, inmediatamente pensamos en sistemas de alcantarillado. Sin embargo esta idea pierde sentido cuando nos aproximamos a caseríos con distancias de kilómetros entre una casa y otra, y donde sería más conveniente implementar pequeños reservorios que se nutran del agua de los puquiales más cercanos. La finalidad se cumple de igual forma: el agua llega a las viviendas. Otro caso: en el Perú, la secundaria rural sigue siendo un pendiente. La estrategia usual es llevar la educación a los centros poblados, trasladar profesores, construir o adaptar aulas escolares. Una logística compleja que no garantiza una educación de calidad o dentro del estándar nacional. Ni contempla que, en algunos lugares, el número de adolescentes ni siquiera alcanza la decena. Pero si invertimos el enfoque, implementando una red de buses para trasladar a los estudiantes desde los centros poblados aledaños hasta la capital del distrito, a una escuela con el equipo y las condiciones necesarias, la viabilidad y efectividad aumentan dramáticamente.

Se han logrado tremendos avances. El programa Juntos, por ejemplo, entrega dinero mensual a familias en pobreza extrema siempre que sus hijos asistan regularmente a la escuela y a controles de nutrición y salud. Se trata de un modelo de transferencias monetarias condicionadas que, a la fecha, beneficia a más de 700 000 hogares mientras, a la par, garantiza la escolaridad y la salud básica de los niños. Pero además, ha reducido la brecha en inclusión financiera. El grupo más crítico de mujeres rurales, muchas de ellas analfabetas, maneja una cuenta bancaria, sabe usar un cajero ATM y leer los números en sus estados de cuenta, porque son ellas quienes reciben el dinero del programa. Durante la pandemia, fueron las primeras en cobrar sus bonos.

Otro caso es el servicio de atención de primera línea para salud materno neonatal. Existe en cualquier parte del Perú. Donde no hay infraestructura, el Estado encuentra otras vías de llegada. A través de los ríos de la selva, por las rutas fluviales que conectan con los caseríos más alejados de Loreto y Ucayali, viajan 10 embarcaciones itinerantes que atienden a las más de 200 comunidades de esas regiones. Son los PIAS, barcos médicos que llevan vacunas para los niños, atienden a los bebés y recién nacidos, y también a las madres gestantes. Cada 60 días, vuelven a una comunidad. No es una posta médica, no es un servicio diario ni mucho menos inmediato, pero es una solución frente a la poca conectividad de la zona, la ausencia de carreteras y la dispersión de los caseríos. Desde que empezó la pandemia hasta junio de 2021, el número de consultas brindadas bordea el medio millón. El programa se ha extendido también al sur serrano, a las cuencas del lago Titicaca en Puno.

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Derribemos un mito que hemos arrastrado durante décadas: la ruralidad no es un condicional de retroceso, mucho menos de pobreza. Los beneficios del progreso rural son indiscutibles. Si trabajamos en mejorar la productividad de los agricultores rurales, la cantidad y la calidad de los alimentos aumentará en el campo y las ciudades. Habrá más comida, menos anemia, mayores ingresos y menos pobreza. Si reconocemos y financiamos a las poblaciones indígenas como protectores de los bosques y ríos, no solo favorecemos la inclusión económica a través de nuevas oportunidades, también fortalecemos nuestros recursos naturales en un mundo donde la tendencia es la nutrición saludable y consciente, la energía ecológica y las cuentas ambientales. La ruralidad, bien comprendida y con la inversión necesaria, debe ser (y puede ser) un espacio de desarrollo y riqueza. Nuestro combustible para el futuro. Uno de los diferenciales del país frente al resto del planeta. Pensar en un Perú orgulloso de su ruralidad no solo es posible, también es un requisito para nuestra competitividad en los siguientes años.

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